domingo, 28 de febrero de 2010

…continúo su deambular por la polvorienta ciudad. Observaba a la gente. Muchas personas iban bien vestidas y no llevaban andrajos como el, y cuanto mas veía, mas se inclinaba a pensar que el mundo no era exactamente como el se lo había imaginado".

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Extracto de El Chino, por Henning Mankell.

sábado, 27 de febrero de 2010

domingo, 14 de febrero de 2010

Redondo, redondo...

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Abril (mirando los dibus): a ver…. Háceme una adivinanza……

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Guido (¿?): a ver… no… ¿para que queres una adivinanza?.... no se Abril, no se me ocurre ninguna…. Mira los dibus o cambio y pongo algo yo eh…

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Abril: ay…Dale!

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Guido (piensa Guido piensa): ya se ya se! Tengo una! Pero mira que es difícil eh…

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Abril: A ver dale que la voy a adivinar…..

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Guido: Redondo redondo barril sin fondo! ¿Que es? (adivinanza trillada si las hay)

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Abril: ya se!

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Guido: Que?

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Abril: un barril!

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Guido: no, no Abril si es una adivinanza no te voy a decir la respuesta, eso lo tenes que sacar vos…

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Abril: ah…

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Guido: bueno y?

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Abril: no se déjame pensar….

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Después de tantas idas y vueltas……. Todas pifiadas… que nos llevaron mas o menos 20 minutos…

Guido: y?

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Abril: Bueno me rindo, me doy por vencida….

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Guido: bueno te la digo e? esta segura?

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Abril: si….

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Guido: un anillo!

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Abril: un anillo? Ah… ves, Al final la leche Sancor Bebé 3, no me hace mas inteligente como dice la propaganda de la tele...

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Post Data: Que la inocencia te valga hija…

miércoles, 10 de febrero de 2010

Las intervenciones médicas

Escrito por José Playo. Para mi, en humilde opinion, el texto deberia llamarse "La importancia de las segundas opiniones".
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Era febrero, me había salido algo en el culo y el dolor era insoportable, así que hablé por teléfono con un primo que estudiaba medicina:

—¿Cómo empezó?

—No sé, ayer fui al baño, hice fuerza y me desfondé.

—¿Serán hemorroides?

—¿Y yo qué mierda sé? No doy más del dolor, recetame un calmante, o algo.

—No. Vas a tener que ir a que te revisen, por teléfono es imposible diagnosticar nada.

—Es un dolor de culo.

—Con más razón. Hay que ver qué tenés ahí abajo.

Mi frustración era demoledora. Odio los hospitales, las salas de espera, el olor del alcohol. La primera vez que pisé uno fue porque me había roto el brazo en el jardín de infantes. Me enyesaron mal y después tuvieron que operarme y ponerme clavos. El codo nunca me quedó bien, me hace un ruido horrible cuando hay humedad.

—Hoy es sábado, ¿a dónde carajo se supone que vaya?

Llegué a la guardia pasado el mediodía. Estaba en ayunas desde hacía dos días, la idea de comer y pasar después al baño me aterrorizaba. Antes de entrar fumé tres cigarrillos en la vereda del frente para juntar coraje.

Buenosdíasnecesitounmédico —dije.

—¿Cuál es el problema?

—Me duele una cosa.

La mujer me miró por sobre sus anteojos y me indicó que me sentara a esperar. Le dije que prefería aguardar parado y estuve un buen rato dando vueltas, viendo cómo ingresaban un montón de esguinzados en partidos de fútbol. La mayoría venía saltando en una pata, del brazo de algún amigo. La sala de espera olía a vestuario.

Cuando el dolor de culo me estaba empezando a nublar la vista, me llamaron:

—¿Playo?

Era una doctora rubia de unos veinticinco. Me impactaron por igual sus ojos celestes y la curva de sus tetas debajo del guardapolvo. Era una chica muy linda y me hizo pasar a una sala donde había varias camillas separadas del resto por cortinas. Avancé entre gritos de parturientas, quejas de suturados, puteadas de maridos que se caen por las escaleras, hasta que llegamos a la última camilla, en el fondo, y nos metimos detrás de la cortina.

—¿Cuál es el problema?

—¿No hay un médico hombre?

—¿Prefiere que lo atienda un médico hombre?

—No sé. Me da un poco de vergüenza.

—Soy profesional, de lo contrario no estaría acá.

¿Qué podía hacer? Tenía ante mí a la única posibilidad de acabar con ese sufrimiento y ella seguramente había previsto el riesgo de cruzarse en una guardia con ojetes como el mío.

—Es el culo. Tengo un dolor de culo que no le puedo explicar lo que es.

Sus ojos inmaculados estudiaron mi expresión abatida, las ojeras, el pelo desgreñado. Recuerdo que iba vestido con una bermuda holgada, una camisa con botones faltantes y un par de zapatos viejos.

—Voy a necesitar que te desvistas y te subas a la camilla a cuatro patas, para poder revisarte.

Mientras ella completaba unos datos en la planilla, me saqué la camisa, el pantalón y el calzoncillo. Me dejé, andá a saber por qué, los zapatos puestos, y subí para acomodarme. Desde donde estaba podía ver entre las cortinas a un viejito al que le estaban metiendo una inyección en el brazo en las camillas del frente. Le mantuve la mirada un instante y justo cuando la médica ponía sus manitos delicadas en cada uno de mis cachetes, bajé la cabeza.

—Ay —dije.

—Tenés una vena trombosada, flaco.

—¿Y eso?

—Seguramente has estado comiendo mal, o con nervios. Cuando estás así, lo peor que se puede hacer es fuerza para ir al baño.

Pensé en los exámenes que estaba preparando, en toda la mierda que había comido en los últimos meses mientras no despegaba el upite de la silla.

—Voy a traer un bisturí. Abrimos un poco, drenamos y suturamos.

Me volví sobre mi hombro. Su cabellera rubia asomaba por encima de mis cachetes blancos:

—¿Vos pensás meterme un bisturí en el culo ahora?

—Es la única forma. Con un poco de anestesia local ni lo sentís. Te corto la vena que te está molestando así te podés ir tranquilo.

Me incorporé como pude y bajé de la camilla haciéndole señas para que se diera vuelta y así poder vestirme.

—¿Adónde vas?

—A mi casa. Vos estás loca si creés que me voy a dejar cortar el culo arriba de una camilla en una guardia, un sábado a la tarde.

—Es la única forma.

—Será. Pero en las películas, cuando pasa algo como esto, avisan a los padres, a algún familiar, no sé.

—Es un procedimiento de rutina, flaco.

—Porque no es tu culo sino el mío. La idea me parece una locura. Yo ni-en-pe-do me dejo cortar acá. Menos con el viejo aquel mirándome. Esto es humillante y prefiero morirme solo a mi casa, como hacían los caciques viejos.

Intentó un par de argumentos más, algo que me disuadiera, pero ya era tarde. Corrí las cortinas y salí rengueando de ahí, mientras ella me observaba con la planilla en una mano y el estetoscopio hecho un bollo en la otra.

Aguanté a lo gaucho, durmiendo de costado, hasta el lunes. Le pedí a mi hermano que me acompañara a ver a un especialista. Apenas entramos al consultorio y le explicamos qué pasaba, el médico le pidió que me esperara afuera y me indicó que repitiera el procedimiento de subir en cuatro patas a la camilla.

—Esto te va a doler —dijo poniéndose un guante en la mano.

Según cuenta mi hermano, los gritos se escuchaban desde la sala de espera. El diagnóstico fue algo parecido a lo que me dijo la médica rubia de buenas tetas, pero este viejo, con años de culos entre sus manos, descartó la idea de meter bisturí:

—Eso es una burrada. Con ungüentos y una buena dieta, en un par de días estás curado. Meter cuchillo ahí atrás no tiene nada que ver, no sé quién será el animal que te dijo eso.

La dieta funcionó y en los exámenes me hicieron bosta.

De toda esa experiencia aprendí que el cuerpo de uno es sagrado y que las segundas opiniones te pueden salvar el culo, literalmente. Mi hermano, mucho más pragmático, ganó una historia para contar en todas las reuniones hasta que se muera: cómo lo miró el médico cuando yo dije “me duele atrás”, creyéndolo responsable.


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